Comentario
La inestabilidad constante de las últimas décadas de la República había puesto de manifiesto la crisis de muchas normas tradicionales, tanto en lo que afectaba al orden social y a las vías de promoción a los estratos superiores como al consenso ideológico necesario para el mantenimiento de un sistema político estable. Así, mientras se pretendía la continuidad del sistema esclavista, nunca había sido tan fácil el salir de la esclavitud en recompensa por formar parte de bandas armadas al servicio de un oligarca o de auténticos ejércitos como el de Sexto Pompeyo. Y aunque no fuera muy frecuente, algunos libertos o sus hijos llegaron a alcanzar los más altos rangos sociales. A su vez, como consecuencia de los múltiples viajes y de las migraciones internas, había cada día más seguidores en Occidente de las prácticas religiosas o mágicas llegadas de Oriente, así como de los modelos de vida de las grandes ciudades helenísticas. Esos y otros factores estaban contribuyendo a una disgregación social nada conveniente para un poder político que pretendía ser representativo de un mundo coherente y que, por otra parte, tenía vocación de prolongarse en el tiempo.
Esa marco ayuda a comprender la actitud de Augusto al intervenir activamente -sirviéndose de sus poderes como censor, de los que le otorgaba el título de vigilante de las costumbres, curator morum, y de los más generales como el de la potestas tribunicia- en la búsqueda de una sociedad romana cohesionada. Los objetivos de su política residían en adaptar a su época el viejo modelo social romano y en potenciar el predominio de las tradiciones occidentales sobre los variados modelos sociales de Oriente.
Desde esas perspectivas, hay que entender que, como dice Suetonio (Aug, XL), Augusto considerara de gran interés "el conservar la pureza del pueblo romano, sin contaminación de sangre peregrina o servil". Y ciertamente todos los autores coinciden en constatar que fue muy parco en la concesión de derechos de ciudadanía. Se calcula que, sobre una población total del Imperio de unos 50 millones de personas, los ciudadanos romanos no pasaban en esa época de 5-6 millones, asentados mayoritariamente en Italia y en las provincias muy romanizadas del Occidente. Con la Lex Fufia Caninia del 2 a. C. intentó limitar las manumisiones y con la Lex Aelia Sentia del 4 d.C. ponía trabas para que los esclavos manumitidos se convirtieran en ciudadanos; sólo las formas solemnes de manumisión de esclavos conferían la ciudadanía. En las demás formas de manumisión, el esclavo adquiría el estatuto de latino juniano o de libre peregrino.
En esa misma línea política, tomó medidas para organizar los requisitos de pertenencia a los órdenes (senatorial, ecuestre y decurional) así como para
la promoción interna de sus miembros y el mantenimiento de su dignidad. Las exigencias económicas mínimas para pertenecer a un orden, ordo, estaban fijadas en unos niveles muy bajos: la mayor parte de los decuriones a los que se ponía la condición de disponer de una fortuna valorada en 100.000 sestercios, superaban los mínimos económicos exigidos a los senadores. El pertenecer a una familia de abolengo que hubiera desempeñado varias magistraturas, el estar libre de condenas y, en definitiva, el haber pasado por la criba del responsable del censo era más importante que el disponer de una enorme fortuna. El orden senatorial y el ecuestre constituían la cantera de los responsables de la administración central como los decuriones lo eran para la administración local. Y para Augusto, los miembros de los órdenes debían ofrecer modelos de familia y de costumbres para el resto de la población. Desde esos presupuestos debe entenderse que Augusto, como padre y patrono, se decidiera a aprobar leyes contra los matrimonios de conveniencia entre o con mayores (Lex Papia Poppaea del 9 d.C.) contra los adulterios (Lex Iulia de adulteriis del 18 a.C.) y contra los solteros pertinaces que podían sufrir incapacitaciones como herederos (Lex Iulia de maritandis ordinibus del 18 a.C.). Aunque no fueran leyes bien recibidas, la voluntad de Augusto para aplicarlas no puede ponerse en duda cuando llegó a condenar al destierro a su propia hija Julia, caracterizada por su libertad de costumbres. Y en otros comportamientos políticos demostró estar más próximo a Tito Livio, quien en su Historia de Roma ofrecía modelos de familias virtuosas del pasado (a pesar de las simpatías de Livio por el régimen de la República), que al también contemporáneo Ovidio, nada alejado del régimen político y quien, en su poesía, estimulaba la libertad de las relaciones sexuales incluso de las casadas. La búsqueda de la dignidad de los órdenes llevó a Augusto a reglamentar la posición de los mismos en los actos y espectáculos públicos, la prohibición a los hijos de senadores y caballeros de que se contrataran como actores en el teatro o como gladiadores, etc.
A fines de la República, se habían manifestado síntomas inequívocos del descrédito de la religión tradicional romana entre muchos sectores de la sociedad: algunas cofradías religiosas -así la de los Salii- estaban abandonadas, mientras los seguidores de cultos orientales -ante todo los de Isis- iban en aumento; en Roma pululaban los magos y adivinos que, con sus artes, ponían en descrédito las prácticas adivinatorias romanas. Contra esas amenazas de disgregación ideológica, Augusto definió las pautas a seguir, aunque la obra de reforma religiosa se completó con Tiberio.
La política religiosa de Augusto estuvo marcada por estas líneas: revitalización de la religión romana tradicional y marginación de los cultos orientales. No en vano la campaña militar de Accio se había orientado como una lucha del Occidente romano contra el Oriente. Y hablar de Occidente en el plano religioso era referirse a la religión greco-romana pues, desde fines del siglo III a.C., se venia produciendo un sincretismo religioso que había sido beneficioso para la religión romana al recibir mitos organizados y coherentes que daban fuerza a su religión primitiva. Así, la creencia de que el Apolo de Delfos había contribuido a la victoria de Accio llevo a que Augusto le erigiera un templo en sus dominios privados del Palatino; poco más tarde, el Apolo de Augusto pasó a ser el receptor de los Libros Sibilinos, adquiriendo el carácter de un dios público romano.
Con el fin de infundir un cierto misticismo en la religión formalista romana, Augusto revitalizó dos viejos conceptos del fondo religioso primitivo: el de Numen o fuerza espiritual de cada divinidad y el de Genius, espíritu protector de personas o lugares. Y a través de intervenciones diversas, se dedicó a potenciar el esplendor de los cultos tradicionales: el propio Augusto enumera en sus "Hechos" su intervención como constructor o restaurador de templos; el emperador vigilaba estrechamente para que el colegio de las Vestales contara con vírgenes elegidas conforme a la tradición, procuraba que los colegios de los Titii, Salii, Fratres Arvales... tuvieran siempre completas las listas de sus miembros y que intervinieran en los rituales públicos. Restauró también el ritual de los Fetiales, sacerdotes encargados de realizar el ritual de declaración de guerra y los pactos de federación con otras ciudades (foedus). Y allí donde resultaba más difícil modificar los cultos locales o bien para dar una mayor cohesión a cultos diversos, permitió el establecimiento del culto al emperador y a la diosa Roma; tal decisión abría la vía para una nueva concepción del poder imperial que traería consecuencias conflictivas con alguno de los emperadores que le sucedieron. De este modo, el fondo religioso tradicional se adaptaba a los nuevos tiempos para presentar una religión oficial del Imperio capaz de ser asumida por los ciudadanos romanos o bien de ser respetada y valorada como superior por los pueblos sometidos.